Este año hemos tenido la suerte de descubrir, gracias al consejo de unos amigos, el hasta ahora desconocido para nosotros entorno natural de Burbia. Y desde luego que ha sido una especie de milagro en nuestra aburrida rutina, porque era la primera vez que dábamos con nuestros cuerpos por esas tierras y sin duda que ha cambiado nuestro concepto de vacaciones y de paisaje. El pueblo de Burbia es un pueblo alejado de la civilización, cuidado, bonito, tranquilo a más no poder, poca gente pero muy acogedora y rodeado de montañas al más puro estilo Heidi. Podría decirse que tiene todo y no le falta nada. Cualquier añadido posiblemente desvirtuase esa paz que se respira nada más atravesar el puerto, que parece que es el límite entre la civilización y lo desconocido. La pendiente que te lleva hasta el pueblo es un viaje hacia otro mundo en el que el tiempo no existe, se para y deja discurrir los días sin distinguir en qué momento estás, y sólo llegas a diferenciar la noche y las horas de sol.
Embutido al final de un valle impresionante, deja correr sus casas a lo largo de él, en paralelo a un río que nunca se seca, con una rica flora donde predominan unos castaños milenarios y robles de cuento, entre muchos otros, y donde la fauna no se queda atrás. Mencionar aves o caballos es quedarse corto. También hay lobos, osos y rebecos. Y si eso no es un pequeño milagro en este deteriorado mundo, no sé qué puede serlo.
Enfrentado a él, una cascada recoge todo el agua que la tierra nos regala en otro valle y cuya vista es una delicia; al otro lado, se adivinan los vestigios de antiguas explotaciones auríferas romanas; cualquier pista que se siga acaba en unas vistas dignas de los mejores documentales de la 2. Como nos dijo alguien de allí, se te llena la retina de colores.
Por cierto, la casa, a la altura del entorno. Una preciosa casa de piedra nativa, que parece mimetizada con el paisaje, como deben ser las casas de los pueblos. Un salón muy cuidado, habitaciones bonitas. Quizá le falta un baño más, pero en mi opinión, perfecta. Y el trato, exquisito. Ana y Sito encantadores. Grandes anfitriones. No nos faltó de nada. Volveremos pronto, seguro.